12 dic 2006

Tanto he reflejado a esta mujer de nadie
que ya sus enigmas me resultan familiares.
Si ella emplaza una cruz en la ventana,
yo pienso: hacia la noche impasible. Hacia la noche
se llenará de cuervos el árbol retorcido de la tarde.
Luego, cuando todo suceda,
la cruz se llenará de un óxido prodigioso
hasta que un perro solitario aúlle desde lejos.
Y si en otra ocasión ella limpia las paredes
hasta que en éstas resalta un azul caleidoscópico,
la contemplo envejecido y con un ademán le digo:
es el color de tus ojos. Mírame como siempre ha sido,
aunque me avergüence de no haberme dado cuenta nunca.
También puede pasar que se siente sobre un tigre
acariciando la sien del animal ofuscado.
Entonces, lo más probable es que me sienta aliviado
de no ser yo un domador temerario,
capaz de discernir entre un rugido amable y uno más terrible.

Pero si por cualquier cosa ella desiste
y entorna taciturna la puerta de su cuarto,
me da por pensar lo que ella piensa.
-Este hombre solitario es tan cambiante
que me resulta difícil contentarle del todo.
Aún así, jamás podré cansarme de él:
me gusta verle cada día de manera distinta.
Pero si él quisiera retomar desde algún punto
el instante imprevisible que pasó como un augurio,
no podría complacerle aunque quisiera.
Tendría que idear un argumento para demostrarle
que desde hace mucho he desistido:
yo tampoco soy la misma
aunque nunca fui de nadie.
Pues de tanto reflejar a este hombre solitario
se me han ido pegando casi todas sus manías.