Conversábamos, eso era todo. Todo, sí. Si hay un equlibrio entre un territorio nuestro y la realidad entera, dependerá este de una conversación. Y de una ficción, por tanto, mayor que la de la identidad. La de compartir el triste pensamiento. La de la intimidad. Hablábamos para decirnos solo aquello que no debe ser dicho. Pertenezco, lo sé, a una generación torva que considera el pensamiento un juego. Una generación a la que la angustia de un secreto le ha sonado siempre a cursilería e infantilismo. Qué otra demencia señalar. Qué otro sueño aborrecer, si no es el delirio de no ser nada para nadie. Conversábamos de aquello que sabíamos. Apenas sospechábamos que sería la ignorancia la que guiaría nuestros pasos, hasta convertirnos en frívolos juguetes de una vieja mediocridad y de las modas. Imagen: "la mentira", acrílico sobre papel, din a2
He inventado una técnica para abrazar a la muerte. No ha sido fácil, cada vez que me mira de reojo, la reprendo como a una niña, digo su nombre en voz baja, me acerco, la contemplo y la abrazo. Pero es complicado, ella es mayor que yo. Mucho mayor. Aun así, por una razón se relaja: sabe que ante ella siempre somos niños asustados, niños de los que siempre se ríe el mismo dios cobarde, el dios dueño del silencio y de lo innombrable. Imagen: el almuerzo, acrílico, din a2