Sentir
es vernos desde fuera, reconstruir la experiencia a través del
significado que dimos a los propios actos. Nuestros dioses solo hacen
acto de presencia si sentimos, si nos atrevemos a suponer la trama
misma de ese algo que pudiera ser destino, que, aunque inconcebible
como meta, implica un transcurso al acecho de algo más grande que
nosotros mismos.
Lo
que llamamos alma, es la trascendencia misma de ese significado.
Esta consiste en compartir el sentido adquirido. Cuando hallamos un
lugar propio desde el que contemplar la existencia desde fuera,
muchas veces aparece alguien capaz de abarcar tal perspectiva. O
alguien que pretende abarcarla confrontándola, para reencontrar así
la simbiosis entre ambas realidades.
Si
entonces surge la armonía, el tiempo nos emplazará en lo concreto.
Así nos sabremos felizmente mortales, pues quedará el sentimiento:
la noción misma de que fuimos para otro lo que en verdad éramos
para nosotros mismos.
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