Culpa e inocencia
El
gran problema de dañar la inocencia va más allá del daño en sí. El
inocente, por serlo, no es capaz de concebir ni de sospechar de manera
directa (no digamos, por tanto, de forma relativa) la maldad de ninguno
de sus semejantes. Ni la de su agresor, ni la, supongamos hasta cierto
punto tolerable, mezquindad del adulto corriente.
Tiende a
culpabilizarse el inocente hasta de la herida implacable. Pues este no
percibe -o no concibe- la caprichosa pulsión destructiva de quienes
llegaron a volverse contra él.
Es por esto que todo el daño
recibido (al menos él así lo infiere) es asimilado como "justicia" hacia
lo que él supone su propia culpa, error o negligencia dentro de un
cosmos moral apenas sugerido; ya que la verdadera inocencia es, dentro
sus propios límites, incapaz de discernir correctamente lo que está bien
de lo que está mal.
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