No hay mayor demencia que la de querer que los demás actúen como algo que no son, ni mayor sufrimiento interior que el de forzarnos a ser otra cosa por miedo a dejar de ser correspondidos.
Entender esto significaría asumir que nunca fuimos criaturas fatales y que cualquier forma de ir en contra de nosotros mismos, incluso hasta el límite de la autodestrucción, será siempre un intento desesperado por complacer a quienes admirábamos.
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