Comenzaste a huir de ti mismo el día señalado. Saliste del hogar y echaste a andar calle abajo. Durante diez o quince años anduviste calle abajo. Luego, transformado ya en pensador o en héroe, doblaste aquella y esa otra esquina. Y seguiste andando hasta olvidar definitivamente el punto de partida.
Hoy, más pendiente del sol que de tus pasos, viste a alguien sonriendo desde la multitud. Alguien que no podía ser sino tú mismo.
No pudiste sino acercarte a saludar. Y de pronto, tú otra vez.
Alegría, muchísima alegría. Dios sabe que siempre fuiste odioso y triste. Te fuiste por eso mismo. Pero eso no revoca tu derecho a extrañar lo más simple de tu propia fuerza.