16 nov 2009

La muerte y sus hijos





Devorar cada resto de alegría con la intuición pretendida en nuestro ascenso hacia la nada. Amanecer. Regresar al alba, siempre. Y si la mañana nos sorprende despiertos, que sólo quepa volver a despertar de las pesadillas conscientes de este insomnio. Ya no recordarás haber cedido ante la duda, ni ante las vértebras calcinadas de un amor sin importancia. Padre, yo sé, porque tu corazón era una flor demasiado furiosa, porque arrojaste mil piedras hacia una infancia desdibujada en negro, que nada de lo que soy es tan distinto de la sangre, ni de aquel silencio hermético. Pero entonces: ¿a qué tanta verdad difuminada?, ¿de quién todo este sueño? Aunque sea tarde para comprender la mirada que sostenías tras la noche, y los pájaros del atardecer no vengan a quitarnos las migajas del olvido, ¿por qué ha de ser tu memoria el solitario espejo donde rompa el infinito oleaje de la muerte? A veces sólo puedo recordar las heridas que guardabas contra un viento inexorable… Hay que amanecer. Regresar al alba siempre que la noche pretenda devolvernos la alegría.

Toda soledad se aprende. No hay maestros. La curva de tus fuerzas se repite en mis palabras. Toda soledad nos quita el privilegio de perdernos. Ante la muerte, siempre ante la muerte se escucha la verdad de cuanto no dijimos a su debido tiempo. No quisimos darte otra inocencia, y por ello nos dejaste una última deuda con el fuego de la duda. Hoy trato de sentir en mi vergüenza cualquier traición a ese dolor que gobernaba tus gestos. Pero sólo logro invocar un silencio inaprensible que se funde con mis manos y mis huesos.

Aquella soledad tuya, aquella forma de rebuscar alguna estrella más allá del mundo, es la única herencia que podría ofrecer a los hijos que no engendraré nunca.