Jugué
y perdí en la mesa de los grandes poetas. Asumo así lo que otros
tantos no han sabido asumir, que no soy más que otro hipócrita, que
las máscaras son el único rostro verdadero que me queda. Que nada
me aterra más que la gente sencilla, la que nada oculta de sí
misma. La que rechaza cuando debe rechazar y ama sólo cuando debe
amar. No, no he tenido el valor de ser yo mismo, lo reconozco. Como
también reconozco que para serlo, primero tendría que haber sabido
quién soy, y ahora soy tan sólo la estancia de esta soledad.
Considero
que por este aislamiento voluntario, por este aburrido escarnio
deberían pasar del primero al último de mis contemporáneos,
incluidos los poetas que tanto presumen de su honestidad, de
su aristocracia, de su autenticidad.
De
cualquier manera, creo que se ha hecho justicia. Sí. Y que mi primer
crimen fue entregarme en exceso a los demás, pues, ¿de qué otro
modo se podría juzgar, culpar y castigar a alguien por algo que
siempre ha sido moneda de cambio tan común? Por algo tan trivial y cotidiando como la hipocresía, como la dulce falsedad.