En mi peor pesadilla, mi
voluntad contiene todo lo existente. La realidad, convertida así en
manifestación interior, solo puede sorprenderme en la medida en que yo mismo
concibo lo desconocido. De ese modo, porque yo pretendo o incluso temo que
transcurra así, el planeta entero es la ensoñación de una deidad solitaria y
diminuta.
A este cuadro contribuye
siempre la rutina, aquel tedio que condiciona la conducta hasta hacerla sutilmente
predecible. Dentro de ese marco limitado, las pequeñas “adivinaciones” que se
infieren de una determinada tendencia en la forma de actuar de tal o cual
persona, refuerzan o rechazan indistintamente la idea de que mi voluntad
siempre ha avanzado hacia algún lugar liberador. Paraíso en que los otros son
entidades reales, dotados también de voluntad propia.
A ratos soy consciente de
que todo lo que aquí describo, es producto de una mente alucinada. A ratos, no.
En cualquier caso, el salir de esa rutina, provoca el mismo impacto emocional
que generaría en un melómano extremadamente sensible, el hecho de pasar de un día
para otro del perfecto minimalismo a un estridentismo dodecafónico.
Demasiadas variables.
Demasiadas. Pero resulta que cuando me he enfrentado durante una larga
temporada al estímulo de lo imprevisible, me habré sentido descentrado, sí,
pero al mismo tiempo me he visto liberado de esa aterradora idea que enunciaba
al principio.
Nada como dejarse vapulear
por la infinitud para descubrir que, efectivamente, la realidad no es invención
nuestra.