Hay, siempre la ha habido,
una suerte de perversión en casi todos los que buscan codearse con jóvenes y no
tan jóvenes promesas. Poetisas, pintores o solistas de esos que, por talento,
porte o ambición, casi se diría que algún día llamarán la atención del obsceno
desfile de la fama.
Porque, vamos a ver, cuando
un individuo de a pie entra casualmente en contacto con algún desconocido
de talento genuino: ¿no sabemos ya cuál será la reacción más común, la
embestida predeterminada por la astucia del sistema? ¿No acabaron genios como
Hendrix, Jannis Joplin o Dalí, absolutamente degradados por un entorno incapaz
de reconocerlos como verdaderos seres humanos, como criaturas portadoras de un
tímido corazoncito; incapaces de recobrar ya el son perdido o de afrontar en
desigual combate sus reyertas personales?
No resulta complicado desde
esa perspectiva, hallar sentido a la vieja dicotomía wildiana, aquella que
diferenciaba con ahínco, dentro de una misma personalidad, al hombre y al
artista.
Y sí, el hombre podrá ser el
que es. Pero, tal vez por eso mismo, debería ser más importante que aquel que
acaso obtenga cualquier día el reconocimiento que merece. Ya que, a fin de
cuentas, este último andará siempre, si es que logra alcanzar la madurez,
preservando una integridad que rara vez se hará reconocible para la mayoría.
Porque lo cierto es que
tendemos a considerar al genio una mera figura glamurosa, un intérprete junto
al que quisiéramos protagonizar ocurrentes escenas en un salón del XIX; sin
tomar conciencia, eso sí, de que sostener una inquebrantable admiración por tal
o cual artista, científico, periodista, jugador o arquitecto, conlleva siempre
el construir un ideal que jamás tolerará el reconocimiento directo de la
particularidad afectiva más esencial de todas.
A saber: la misma que nos
induce a vernos reflejados en las debilidades del prójimo.
Pues, en
realidad, nadie quiere descubrir que sus héroes no son tales. Y por eso mismo, siempre habrá quien prefiera ignorar desde su lado los llantos, patinazos y adicciones de los más sobresalientes. Y
del otro, quien acabe por adaptar su manera de actuar al
papel impuesto por una sociedad cada vez más obsesionada por su aciaga mitomanía.