Frecuenté durante mi adolescencia
ciertos lugares, oscuros tugurios
de atmósfera sórdida y reacción violenta.
Recuerdo vagamente alguno de ellos,
donde aquella música estridente 
retumbaba muy cerca de mis oídos ebrios.
No me gustaba entonces ese ambiente.
No me gustó nunca. ¿Por qué, entonces?
Quizás un niño deja de ser inocente 
cuando se aventura en la noche 
para ser distinto a sí mismo, 
pues ha de ser más hombre 
quien se avergüenza inútilmente 
de su propia ingenuidad perdida.
¿Pero hasta dónde es así?
Quizá perdí tan sólo esa verdad 
que me unía al espejo, 
la mirada asombrada que busca 
en la mirada de los demás
la ausencia de sus propios demonios.
Pues ser quien eres tiene un precio.
Y es más fácil ser la sombra indemne
que siempre se confunde con el resto.