30 nov 2006

Levanta, de la nada que supone el artificio,
cada día el mismo reino inverosímil.
Con idéntico asombro contempla cada día
el suave mineral de todas sus contiendas.
El oro entremezclado con el roce de sus manos,
el verbo que precisa al comprender un acertijo,
no es más que el modo en que sustenta
su propia obra de búsqueda y cansancio.
Actor de sí mismo en un mundo mortecino,
que una escena repetida observa desde lejos,
actor perdido en una callejuela transitada
por anónimos fantasmas cabizbajos.
Cualquiera distinguiría la máscara invisible,
el sucio maquillaje que implica la mentira.
(Bien sabemos cuando algo nos ofende,
cuando alguien nos obliga
a ver la farsa a través suyo).

Cualquiera observaría un detalle imprudente.
¿Pero quién podría comprender al hombre?
Mirarlo fijamente y admirar su firmeza,
la exacta determinación con que se enfrenta a la vida.
El aire inexistente del que habita la lluvia,
sus hábitos cansinos, su impotencia…

¿Quién podría juzgarlo justamente?
¿Quién, sin caer en la creencia de la masa,
podría reconocer a un semejante
en este extraño teatro de tristeza?