
No tenemos ojos.
De hecho, existimos porque somos ciegos.
Nadie puede vernos claudicar, 
aunque desde las murallas del infierno
aunque desde las murallas del infierno
los herméticos poetas vociferen nuestros nombres. 
La ceguera, fría imposición crepuscular, 
nos empuja a imaginar a tientas 
quiénes somos cuando trascendemos.