Dividir, confrontar. Esa parece la intención última de la politización de lo personal. Paralelamente, algo similar sucede en el terreno del arte. Hace mucho que ser lector de tal o cual escritor, está reñido con comprender y disfrutar con equidad de la obra tal cineasta o de las melodías de aquel cantante pop de la década que sea.
Todo en el arte, aunque a menor escala, también es división y confrontación. Desde principios del siglo XX, autores como Wilde o Sartre desconfiaron públicamente de la concordia o de los totalitarismos redentores.
Nunca terminaré de entender ni lo uno ni lo otro.
Para el humanismo marxista, los procesos dialécticos evolutivos o re-evolutivos pasan por esa misma confrontación. Pero, tanto es así, que individualmente ya todo nos aleja. Hasta dos enfoques correctos o adecuados, chocarán buscando la supremacía en esta idiotez moderna, posmoderna o cómo queramos llamar a este desaguisado.
La disidencia, creo, será siempre inevitable e incontrolable. ¿Pero por qué disfrazar la inquina capitalista, tan trivial por lo demás, precisamente de eso, de disidencia intelectual elitista?