Y llorar de amor, a la intemperie,
arrancar del alma una oración
para un dios que nace del olvido, 
que muere, tan solo y tan triste, 
en todo lo visible y lo invisible.
Y ser feliz, acaso con cualquier cosa;
pensar siempre que algo pudo ser mejor,
que los días son el hábito sagrado 
del que observa las hermosas formas de la luz.
Creer que aún hay tiempo y fuerzas 
para amarse con la clara voluntad 
del otro más perfecto que no fuimos.
Todo para buscar más allá del mundo
el mundo fugitivo que perdimos, sin saber
que no hace mucho también éramos 
dueños de esa realidad que ahora 
a ratos añoramos desde un confuso sueño.
Porque ya parece que esta vida
consiste tan solo en anhelar los días 
que pasaron siempre raudos, 
siempre sin la más mínima conciencia
de habitar, mientras tanto,
el efímero paraíso de lo que no había pasado:
el mismo que ha quedado para siempre
idealizado en mi memoria por su sol lejano. 
Vaga estrella que apenas prende cierta luz
en esta noche tranquila, herida sólo 
por una íntima nostalgia de otra vida.