11 jul 2007

Ética y Estética (II)






En todas las cosas que creí bellas está implícita la muerte. Para que el sol brille al amanecer, haciéndonos creer que el mundo está sujeto a la belleza, es necesario que algo muera con delicada resistencia, que un sentimiento distante se apague lentamente mientras la muerte presta su caricia al alma. Es necesario suponer que el mundo es el estado de ánimo que el corazón inventa, y así, observar como las bestias se guarecen en su propia inconsciencia a fin de no temerle al sórdido vacío de la noche. Porque la noche, con su búsqueda hacia lo perdido, le devuelva al hombre su concepción de esa sustancia redentora que es la belleza, que no es nunca un ideal, pues los ideales sólo los conciben las ansias inmortales de los corazones que tratan de perdurar sobre la sangre. Dioses conscientes del tiempo que les queda, los idealistas se aferran a una perfección que saben imposible. Y la belleza sólo es posible renunciando a lo que hay de imposible en el deseo de belleza. Ese juego del alma predilecta; abandonar lo esencial para que lo esencial busque su sitio en los sentidos, hace del ideal una ilusión que se expande en tanto que se aleja. Pues un ideal de perfección no puede ser percibido a menos que renunciemos a éste. Así, poco a poco, éste irá revelando su propia verdad al individuo que tanto ha deseado experimentar dicha perfección, que no es nunca tal y como podría imaginarla.