2 abr 2007

El mar celeste reclama lo que es suyo.
Cuando alguien se detiene, infinito,
a contemplar el mar que lo contempla
el mar al fin obtiene, por un día,
el juicio taciturno del que observa.
En una primavera fugacísima
de hace más de diez años,
en un puerto que callaba al horizonte,
observamos el suceso cotidiano,
el solitario hueco que forma entre sus manos,
el mar antiguo, testigo de la vida y sus fracasos.
Contuvimos la respiración,
pensamos que en el mundo
el mundo es otra fábula de espacios,
contiguos al amor y al horizonte.
Pensamos que en el mar el hombre sabe
que no puede durar más que lo amado.

El tiempo es una hondura singular,
tejida brevemente por gracia de la nada
para hacernos creer que todo pasa.
El mar, no obstante, desmiente con su fuerza
la fuerza constreñida en un solo segundo.
En el abismo azul de su conciencia sagrada
el tiempo es infinito, se extiende incognoscible
ante la mirada incrédula de aquellos pensadores,
llenándolos de incertidumbre, de sueños, de nostalgia.

Aquel amigo y yo envejecimos un segundo
para que el mar pudiera contemplarnos.
Vivimos para que el mar pudiera contemplarnos…
Y el mundo desapareció por un segundo.