21 ago 2009

La Salida

Vivió aquel hombre un millón de años en el laberinto. Noche tras noche recorrió sus pasadizos en busca de una huella ajena, día tras día se obstinó en descifrar la verdad contenida entre sus muros. Y noche a noche, día a día, se fue convenciendo de las terribles propiedades de su retorcida arquitectura. Un millón de años vagó en busca de la salida, y, ya en el ocaso de su vida, halló un niño al que el azar le había procurado su mismo destino. Este desconocía el motivo por el que se encontraba en el mismo lugar que el anciano, pero creyendo que su larga barba sería un indicativo de sabiduría, se aventuró a preguntarle si podía indicarle donde estaba la escapatoria que, sin lugar a dudas, ambos habían pasado mucho tiempo buscando.

-Lo único que puedo decirte, mi querido niño, es lo que en efecto me han demostrado los años y la desesperación. No existe el laberinto. Pues lo que ves no es más que el camino que tú mismo impusiste el día de tu nacimiento. Cuando al fin comprendas esto podrás recorrerlo a tu antojo sin posibilidad de pérdida. Por tanto recuerda siempre que tú eres el laberinto y el laberinto es en verdad la búsqueda sin fin de ti mismo.

Y pasó otro millón de años, durante los cuales el anciano desapareció y el niño creció hasta que una larga barba descendió por su rostro. Y sucedió que al sentir próxima la muerte, halló así mismo a un niño que, al ver en él a un sabio de aire familiar, se atrevió a interrogarle sobre la forma de trascender el laberinto. Este le respondió:

-¿Es qué aún no has aprendido la lección? Pasará otro millón de años, y volveremos a encontrarnos justamente aquí: en el impreciso límite que separa la vida de la muerte. Y yo te responderé. Y tú creerás entender. Pero deberá pasar otro millón de años para que algo así suceda. Por tanto lo único que puedo decirte es que te enfrentes a la idea de que esta aterradora realidad es la creación más sublime del amor que sientes hacia ti mismo. Amor que te condenará, siempre, a buscar en ti mismo una porción de muerte. Y no sé si los demás hombres han de correr nuestra misma suerte. Pero creo que esta es la prueba a la que se ven sometidos quienes creen en el laberinto del destino.

Y dicho esto ambos partieron seguros de no volverse a ver nunca.