5 jun 2008

En ocasiones, la palabra quiere fluir más allá,
abandonarse a un ritmo ciego e irremisible
que rompa, golpeando,
la hermética apariencia del silencio.

Hay que trascender la nada en cada nombre,
usurparle su fuego a los sentidos,
mencionar lo que hay detrás de cada cosa.
El vidrio oscuro de la urbe,
la fuente gris siempre borrosa,
los azorados pájaros pretéritos
que juegan a morir tras esa sombra.
También el breve desayuno con lo incierto:
son más de lo que son si el verbo necesario
traspasa su cotidiana superficie de silencio.

Aunque no pueda descifrar el mundo,
la palabra crea esa sencilla luz
que el tiempo trata de erosionar despacio,
cambiando lo que tal vez fue luz -tal vez canto-
por un evidente mundo propio,
semejante al mundo que los otros
podrían descifrar en nuestros ojos.