18 oct 2009

Dos pensamientos dudosos

I


No sé defenderme de aquellos que me consideran de cualquier manera, ni siquiera de los que me consideran su semejante. Así, el drama está servido. Una vez asumes que no quieres exhibir tu identidad, cuando entiendes que la vanidad es un lujo que nadie puede permitirse: ¿qué posibilidad queda de ser alguien para los demás? Creo que por más que trato de salvarme de mí mismo, sólo consigo que todos se equivoquen conmigo, haciendo que su error sea también el mío.


II

Cuando me enojo, rara vez pienso durante el trance en las consecuencias o en las razones de mi enfado. Ahora bien, cuando me enojo trato, de un modo casi desesperado, de ser consecuente con lo que siento, así creo liberarme de lo que ni yo mismo comprendo de mi propia rabia.

Las razones o las consecuencias de esa clase de situaciones nunca terminan de quedarme del todo claras.

Pero algo me lleva a suponer que cualquier forma de justificar una emoción destructiva, se presta al consabido engaño de considerar necesaria la destrucción en sí misma, cuando lo más fácil, una vez asumimos lo poco que nos conocemos, es convencernos a nosotros mismos de que la rabia, como cualquier otro impulso repentino, es la respuesta que repetimos enajenados, una y otra vez, para demostrar que dentro llevamos un ser tanto o más hermoso, más vivo o más humano que el resto.