7 ago 2010

Competición

Hoy salí a tomar algo. Estoy a punto de empezar mis vacaciones, y ya me estoy temiendo que el aburrimiento puede devorarme lentamente en estos días. Mi primera intentona de escapar a ese más que probable estado de ánimo ha sido esta. En principio había quedado con un amigo en un bar, que hasta hace poco frecuentaba bastante. Hoy había concierto. Después de esperar un rato, le envíe un mensaje al que iba a ser mi única compañía y, sorpresa, este prefirió quedarse en casa sin avisar siquiera.

Intentando salvar la noche, acabé por sentarme con el amigo de un amigo, que estaba allí sin el intermediario de rigor, tomando una copa de vino y haciendo de galán para una joven de piernas bien torneadas. Sí, me senté allí, puse mi mejor cara de educado desconocido e intenté mantener una conversación con los dos que conversaban y con otra chica que tenía toda la pinta de ser amiga de la otra, la de bonitas piernas.

Llegado a este punto, corresponde hablar directamente de un problema que tengo. Resulta que a veces me da por analizar hasta la náusea situaciones cotidianas. Y no queda ahí la cosa. Tengo otro. Problema, digo. A veces me da por pensar en los chinos que trabajan hacinados en cualquier fábrica de mierda por un sueldo de mierda. Hombres y mujeres que lo más probable es que hayan perdido toda noción de identidad, de horizonte, de acción y de respeto hacia sí mismos. Esta noche ambos problemas tomaron una sola forma. De repente me vi allí, hablando con tres personas a las que apenas conozco y que intentaban de un modo desesperado darle sentido a su existencia asignándole una importancia improcedente a una serie de aspectos triviales que bien podrían obedecer a algún tipo de idealización patológica —modo de vestir, apariencia física, desparpajo, tamaño de sus zonas erógenas, etc.—. Me vi allí, contemplando todos esos accesorios superfluos que para un chino, un senegales o cualquier otro paria de este planeta, seguro que resultarían de lo más innecesarios.

Quiero decir que hay gente que se deprime por ese tipo de cosas, que sufren por el tamaño de sus penes, que de noche se fustigan porque no pueden parecer más interesantes de lo que no son o que se suicidan porque nunca llegarán a ser grandes escritores. Y, mientras tanto, ahí siguen los chinos dale que te pego, sumidos en una infelicidad tan digna, que nosotros a su lado parecemos un dibujo animado manga de los años ochenta: edulcorados hasta la demencia con la sutil anestesia de este modo de vida tan moderno que hemos elegido.

Tal vez tendríamos que ponernos a trabajar todos en fábricas de mierda, por sueldos de mierda para aprender de una vez por todas en qué consiste eso de ser una persona digna del afecto de tus semejantes. ¿No? Vale, no. Pero tiene que haber un término medio. Una zona en la que nuestras necesidades básicas estén cubiertas y, al mismo tiempo, no tengamos que preocuparnos de tantas tonterías como las que abarcamos a la hora de relacionarnos. Porque: ¿no sería lo más lógico a la hora de cruzar nuestros caminos, comportarnos todos como iguales o, al menos, como los semejantes que de por sí somos?

Pero en lugar de eso, competimos.