6 jul 2010

Inspiración, desorden

Observo con cierta extrañeza
el sutil vaivén de mis propios pensamientos.

Con cierta extrañeza.

Posiblemente se deba a la rutina
de un oficio cuya meta
es parecer apaciguado en lo que nace,
de ahí la costumbre de saltar de un lado a otro
por el confuso enramado de la psique.

Pero nada más lejos de este rito
por el que me alejo de mí mismo
para reconocerme en un sol agonizante,
que el hecho de pretender asistir
al dudoso parto de una vieja novedad.

En la difusa constatación de lo que pienso,
hay una desolada atracción por el vacío,
ese estado solemne que se alcanza
tras expulsar toda primavera de uno mismo.

Una vez cumplida esta labor improcedente
—el acto de escribir, si es que es un acto—,
ha de llenarse mi boca
con el juicio consabido del que miente
porque sabe que al mentir contiene
la segura realidad de lo aprendido.