14 jul 2008

Dudaste, acaso, como se duda de los sueños
que no pueden durar más que el olvido.
Dudaste de mí, de nosotros,
del tiempo dedicado a la palabra
que se desliza impunemente
bajo el neón inútil del insomnio.

La ciudad somos, éramos nosotros.
Nosotros junto a miles de desconocidos
cansados de esperar bajo una luna amarga.
Nosotros y el viento que en verano
arrasa el corazón de oscuras callejuelas,
el viento que parece provocar
la risa de un dios cruel y arcaico.
Recuerda el viento enloquecido
de todos los estíos muertos:
¿no fue un tiempo de luz falsa?
¿el tren vacío que se pierde cada noche
en la lejana estación de la locura humana?

Pero dudaste, acaso,
como sólo se puede dudar de la palabra
que no acata la fecha impuesta por los calendarios,
que huye del mediodía gris, de los silencios
petrificados a la sombra del pasado.
Dudaste de mí, de nosotros,
de tu propio amor hecho desgracia.

Dudaste
como sólo se puede dudar
del dolor aprendido en cada golpe,
de la ciencia inútil por la que pensábamos
que la verdad es una herida que se cierra
al herir a un nuevo amor con la misma inercia.