20 ago 2006

Queda la cercanía de la luz enraizada
bajo la mágica dureza del mineral presente.
En tus manos, abismos sosegados y tenues,
se abren como nupcias el alba y la derrota.
Queda un resto, que fue acaso lluvia o sueño,
en la cadencia vespertina de tus manos,
un letargo que fue espejo
de mi condición de náufrago.
¿De qué pudimos salvarnos tras la noche,
de qué silencio que no fuera necesario?
La luz rompe contra los pilares
de un tiempo de búsqueda y fatiga.
De un tiempo ensimismado,
que se adivina detenido en los ojos de la muerte.
Y aquí y allá, entre las sombras blanquecinas,
viento, marea y fuego imponen su esplendor de ruido,
su solemne bandera de epitafio
para los inocentes que ahondan en los viejos nidos.

Pero si la fábula nos procura más atardeceres,
si de un estertor distante logramos el aullido de los vivos;
el aullido que recuerde el fondo de la sombra,
el aullido que nos dice en verdad fuimos testigos,
todo esto, hasta el bagaje por esta realidad impura,
nos cederá su brazo tembloroso
a fin de resguardarnos de lo que nunca fuimos.