23 dic 2016

Lo establecido o su contrario

Nunca sabré por qué el pensamiento que me viene dado, es casi siempre un germen nocivo. Pero es por ese germen que sé que la lucidez es un estado psíquico tremendamente incómodo, en el que uno debe desechar constantemente sus impresiones de base, para esforzarse luego y cada segundo de su vida en alzar un sistema ideológico propio. Sistema que, así lo indican los libros, viene propiciado por la melancolía de las evidencias caídas, por aquello que era absolutamente cierto desde siempre, pero que en algún momento ultrarreal dejó de serlo.

Es probable que haya quien considere esa clase de pensamiento de base, un tanto despreciativo y desencantado, como la verdad misma, piedra angular sobre la que se construye todo; pues ya todos intuimos que cuando la mentira ha vencido en todos los frentes, la verdad tendrá que ser implacable para quien no se atreva a afrontarla. Piensa mal y acertarás, sí. A esa misma inercia me refiero. Inercia de la que filosóficamente resulta difícil salir, pues solo puede abandonarse mediante el tópico más manido de la poesía y de las bellas artes en general: el amor, eso que hoy en día llamamos empatía y que, desde los tormentosos poetas hasta los más grandes cineastas, casi todos reconocen como fuerza suprema capaz de poner de rodillas a cualquier deidad. 

No nos engañemos, es el amor quien tumba nuestras convicciones más arraigadas, negándonos la comodidad de las verdades ya asumidas. Y es por eso que toda forma de afecto está estrechamente emparentada con la profundidad y la lucidez que podría acabar con lo establecido o con nosotros mismos en el intento.