19 oct 2015

Nota de diario







Hace dos días que inauguré en la Guayaba. Todo estaba hermosamente dispuesto un rato antes de la apertura: mis trabajos, enmarcados en passepartout blanco sobre las paredes grises, parecían decirme que todo el esfuerzo de los últimos días, meses y años, finalmente merecería la pena.

Llegaron las ocho y cuarto. Poca gente. Muy poca. Aún así, pese a no llegar a doce el número de visitantes, cuatro obras lucían el punto rojo una vez terminada la inauguración.

Desde un punto de vista espiritual, rayando casi en el pensamiento mágico, esta es la suerte que me he buscado. Por un lado, he llegado a un tramo de mi trayectoria en que valoro más las ventas que el reconocimiento (sobre lo cual prefiero no justificarme). Por otra parte, he percutido una y otra vez sobre la idea de crear ante todo, pese a todo y sobre todo para mí mismo. Lo contrario podría haberme desviado hacia corrientes más comerciales, con menos personalidad y menos sentido, aunque, quién sabe, quizás con más salas llenas de gentes de todas las edades, ansiosas por disparar el halago fácil en cualquier momento, así, sin discreción y a bocajarro.

Bien está que así haya sido el evento. Sigue sin ser el mejor de los casos, pero creo que al menos tiene sentido.