12 jun 2013

Infantilismos

Lo reconozco: quiero conservar en mí la ingenuidad de que ningún artista tiene o ha tenido nunca mal corazón. Otro efecto secundario de creer demasiado en las faltas de estilo, en las poéticas sobre el dolor o en la belleza como necesaria carga moral. Hoy he escrito un pequeño texto, publicado hace un rato en el perfil de una red social, a favor de Picasso frente a esa suerte de leyenda rosa y negra que se cuenta sobre sus amantes. Texto ya borrado que pretendía apuntillar un tema que, como tantas otras cosas, tal vez me quede grande, pero movido por la intención de generar un debate revisionista sobre un tema que personalmente me va interesando de a ratos cada vez más. El de la ética artística.

Sobre esto tengo la impresión de que la creación puede ser moral o amoral. Inmoral, nunca. No de manera objetiva. No concibo una realidad hermosa, ni siquiera hermosa e inquietante, sino a través de la óptica de unos valores que condicionen nuestra conducta hacia un margen de libertad y orden. De libertad bien entendida, vamos.

Mi sueño, el mío al menos, se compone primordialmente de eso. Supongo que la realidad, ese infinito poliédrico, ya tendrá a bien el despertarme a bofetadas a su debido tiempo.