El
ejercicio de ser siempre uno mismo, de ejercer sin tapujos la ironía
dramática, la sátira, el descuidado e incomprensible alarde de la
verdad; trasluce por lo general una obsesiva predilección por el
equilibrio en todo aquel que extiende su criterio vital hacia un
entorno que, también por lo general, felizmente se conformará con
la actitud que desdibuja sabiamente el límite entre la persona y el
personaje.
Cabe
la posibilidad de que, si pudiéramos traducir esto mismo a términos
psicológicos, el único diagnóstico posible fuera el de
sobrecompensación frente al
de despersonalización.
Como
terapia, siempre como terapia, se aconseja reencontrar un margen en
que los juicios sobre la identidad no sean especialmente relevantes;
siempre en la misma medida en que la puerta a un desbordante
romanticisimo que idealizaba el amor como forma de curación, la
exaltación del yo como mal necesario e inevitable y la locura como
entreacto liberador bajo la tormenta; no se abra de manera tal que
nuestra propia inconsciencia haga saltar violentamente los quicios
del umbral, dejándonos ya expuestos por una larga temporada a la
intemperie pura del no ser frente a la actitud deshumanizada del
actor que sabrá solo representarse a sí mismo en parámetros
extremadamente lógicos.