12 ene 2013

Método

El problema de llevar la concepción vanguardista al extremo es obvio. Si la obra fracasa, la culpa será del espectador. Y si tiene éxito, el mérito sera solo del que observa. Así, ¿se puede saber dónde diablos queda la labor del autor?


 
Pero un artista también puede formarse a través de la convicción de que potencia y acto son la misma cosa. Y bajo este prisma no hay evolución alguna. Solo diversidad.

 
Lo peor de la velocidad es que siempre nos hace creer que vamos a algún lado.

 
Pero la realidad, el yo y la vida, conforman un laberinto que no siempre tiene por qué ir hacia arriba o hacia delante.



Creo que como artista, ya sé arrastrar con cierto sentimiento a quienes conceden una oportunidad a mí obra. Lo gracioso del caso es que algo así solo se consigue dejándose llevar.





Obsesionarse con la plenitud, la ascensión, lo sublime o la totalidad, entraña desde siempre un problema. A saber: que en la constante premonición de la catarsis, rechazamos la libertad de vagar tranquilamente por nuestro espacio interior. Pues no somos dueños del sentido, esa inercia capitalista de competir por lo mejor, que guía la existencia: dicho movimiento tiende a transformarnos lentamente en esclavos incansables de la insatisfacción.