20 mar 2012

Estatuas

Hay quien apura el presente como si de un licor ardiente se tratara. Tal vez su única pretensión sea la de poder revisar con cierta dignidad el pasado que está casi al llegar. También dignos de mención son los que tratan de sublimar ese pacto con ellos mismos para que su juicio no alcance nunca lo debido. Por esos mismos andurriales se hallarán los que cavan la trinchera del olvido, los que depositan su fe en lo poco que han vivido y los que juegan a urgar en sí y no ser nadie.

Sea como fuere, lo cierto es que cada cierto tiempo toca resumir con un deje de impunidad nuestras vivencias. Hasta ese instante, casi se diría que pactamos con las calles y el desprecio una lenta temporada confiados, olvidados de nuestra verdad o dándole la espalda a ese inmenso espejo que tantas veces se quebrara.

Y aun suponiendo que un mal vértigo no asalte sin más la ocasión de hacer balance, lo cierto es que tarde o temprano suele ocurrir algo. Siempre acaba por llegar el día en que nuestra verdadera historia no encaja en lo que somos.

A partir de ahí, parece intervenir en nuestros gestos la necesidad de divisar la señal que nos convenza. De ahí la obstinación por reconocer los restos del naufragio, cualquier cosa con tal de recobrar las fuerzas. 

Poco importa, pues, que queramos cerciorarnos cada cierto tiempo de que, aunque fuera en aquel momento de inconsciencia, nuestro empuje llegó a ser más poderoso que la corriente que anega lentamente nuestros actos. En ese intento por remontar el cauce de las aguas, se agita la sospecha de que tras esa resistencia prevalece la misma intensidad que nos consuela.