16 ago 2011

Sonría en paz


Creo que ahora sé qué pensaré de todo esto cuando tenga sesenta o setenta años. Estoy casi seguro de que no pensaré en lo feliz y vergonzoso que es soñar en exceso, ni en lo grande que se hace el universo en soledad... Casi juraría que toda mi poética sobre el sufrimiento quedará arrinconada en un plano secundario que solo habrán de resaltar los sucesos de la novedad. En verdad, creo que no pensaré en nada. En nada de nada. Con los años uno va dejando de darle vueltas a los ángulos muertos que nos reconcomen desde la infancia. Y hoy, quince de agosto del 2011, a la edad con la que falleció un Mesías, sigo teniendo las mismas dudas que entonces sobre los problemas elementales de esta existencia mundana. La única diferencia es que esa nebulosa se ha hecho extensible a otros ámbitos más simples de mi visión del mundo, sobre todo a aquellas soluciones que uno asume como ciertas solo porque otros las asumen como tal. Sí, ya sé que es obvio, pero tengo que decirlo. Necesito decirlo. Todo eso también se va al carajo, y al final solo queda un tipo que sonríe con pueril desconfianza ante el espejo. A ese cómplice un tanto idiota nadie le debe nada. Posiblemente porque no hay nada que deber a nadie, ese individuo del montón ya solo pretende ser feliz poniendo la mente en blanco. Porque sí. Porque la felicidad no tiene nada que ver con la cabeza, ni con los sentimientos más elegantes. Es inconsciencia pura, mecánica alienante; es alcohol de segunda categoría, revista del corazón, qué sé yo...

Muerte tal vez.

En verdad, la felicidad es algo poco aconsejable para quien no ha sentido nunca que debía dejarse ir. Yo reconozco que me daba auténtico pavor ser uno más, alguien sin nada interesante que arrancar de los subterfugios de su cabeza. Ahora que lo soy, entiendo a todos aquellos que tratan de iniciar grandes empresas para sentirse realizados ante los demás.

Como carezco del espíritu de los grandes emprendedores y del tesón de los incansables, creo que dedicaré las energías que me quedan, a ser yo mismo entre los que se dedican simplemente a ser lo que son. Así, cuando tenga sesenta o setenta años, la muerte podrá encontrarme, después de haber desaprendido lo más desesperante, dispuesto a partir con la infalible sonrisa de los que saldaron la deuda que nos obliga a ser desgraciados para dignificar nuestra forma de actuar ante nuestros mayores.