Niebla o hierro, alcohol o ruido.
Nada importa...
Todo al negro: si lo logran,
Lo digo para no olvidarme:
sembrar luz cada día,
compartir,
siempre y con quien sea,
el color, la expectación, el agua:
la diaria plenitud
unida fácilmente a la palabra.
Sembrar, y recoger luego si la noche
no ampara más lugar en sus abrazos.
El único secreto es ese,
la única ciencia concebida
en bien de los que huyen.
Lo digo para no olvidarme,
para que nunca olvide mi enemigo
que yo también soy alguien.
Fuimos niños. Palabras como “mundo”, “totalidad” o “absoluto”, tuvieron para nosotros un sentido evidente y elevado. A través de estos términos, reconocíamos la realidad como unidad, y a nosotros mismos en ella. Luego el tiempo se abrió paso, y esa “totalidad” quedó fragmentada en multitud de elementos simbólicos que ahora ocupan un lugar concreto en nuestra circunstancia. Hoy, decir amor, no es nombrar el pulso profundísimo que a todos absuelve al evocar las lides del destino. Esta palabra, a lo sumo abarca una sonrisa, un beso o un encuentro, casual o premeditado, en algún escenario ya sabido.
En estos elementos subyace la reminiscencia de todo cuanto hayamos perfeccionado, albergando la unidad cósmica en un solo pasaje que podemos mimar o sacrificar en conveniencia.
en penitencia...
Enmudeció la lámpara del ánimo febril,
dejando tan sólo la compañía azul
de múltiples silencios encontrados.
Tomó la primavera la fuerza de tu abrazo
y el oro contemplado en tu cabeza
cayó del sol: perfecta luz sobre mi hombro,
temblor callado.
Si fueras tú de amor
como el aire que hollamos,
tal vez me hubieras dado, para las horas,
el desasosiego natural que precede a la dicha.
Pero la duda equilibraba el corazón,
evitando que la luz consumara su agonía.
El amor, la acción que ciega a los amantes,
poco sabe acerca de simples verdades:
para ellos es posible todo lo anhelado.
Para ellos no hay mentira que no sea verdad;
pero la verdad, ángel que sólo sirve a la razón,
no puede revelar su fuerza
sin provocar el daño.