Los inocentes no quisieron juzgar. Los culpables sonreían con agrado. Solo las víctimas se escandalizaron un poco (lo justo, otra vez podían victimarse). Ante eso, los jueces se sintieron obligados: debían preguntarle al asesino qué había pasado. El crimen sucedió de madrugada, su único testigo era amigo de los malos. El más apto dijo: tranquilas, señorías, estábamos jugando...
Y la vida continuó como si nada.