7 abr 2011

Iniciativa

(Para M., en mi defecto...)


Llamadme estúpido, simio o parapléjico, pero ya es oficial: no sé bailar. Cada vez que empieza a sonar esa empalagosa melodía, vuelve a pesarme el aliento, tergiverso los sueños y las faltas de rigor, y, aunque no lo crean, me arde un caracol en las axilas por cada vez que suena un vals, un tango o una opereta de pies ligeros. Sé seguir el fatídico ritmillo un rato ― solo un rato ―, pero la cosa se complica hasta la náusea cuando el deber me insta a prender por la cintura a mi pareja. Si de mi dependiera, al llegar a ese punto la sentaría aparte, y la sorprendería con una amable charla-coloquio sobre literatura europea del sigo XIX o sobre la épica de las intervenciones de fístula.

Cualquier cosa, repito: cualquiera, menos parecer el amo de la pista.

Es por eso que ya solo bailo con muchachas que, con o sin música, a cualquier hora del día serían capaces de hacer danzar un ejército de sordos tullidos por la duda o en papeles secundarios.