31 dic 2010

De lo común a lo inexplicable




Un hombre corriente sale de su casa. Está de vacaciones. Va a un bar corriente, y allí conversa con gente tanto o más corriente que los del bar de al lado o los del restaurante de alguna ciudad lejana. Mantiene un animado flirteo con una desconocida (desconocido también él a ojos de cualquiera). Luego habla, bebe, fuma. La noche continúa como cualquier víspera de fin de año. El hombre no teme acercarse a los que se le acercan. Observa de reojo a los que ha elegido hoy por compañía. Gente aún más corriente, como esa rubia desconocida de sonrisa fácil o el detective privado que sufre un desamor constante. No hay refugio ante la rutina. Todo prosigue como debe ser, como dictan las viejas canciones que reconocemos sin haber escuchado nunca su estribillo. Todo pasa sin dejar más rastro que la niebla de los años. Pero la noche acaba para el hombre, que decide despedirse en tono neutro y coger un taxi hacia su casa.

Al llegar a su destino, se sienta a escuchar algo de música. Alguien ejecuta al piano una pieza semejante a la delicada respiración que recata en silencio. En ese momento, el hombre, tan corriente hace nada, tan discreto y cansado, tan feliz y resignado a ser nadie, acaricia en soledad su propio rostro, y con gesto sonámbulo cree reconocer la piel del rostro de ella.

Mientras los blancos acordes funden a negro, un hombre, por esta vez no tan corriente, se resiste a creer que su suerte haya cambiado para siempre.