29 oct 2010

Tiempo para la mediocridad


No deja de tener su aquel ― su atisbo retorcido, para entendernos ― el hecho de que nuestra sociedad apenas permita a aquellos que están tocados por la gracia de algún talento, el reconocer en su justa medida su valía ante los demás. Observo con tristeza esa ridícula moda (y acaso las cosas son así desde hace algún tiempo) de criticar ferozmente la vanidad de nuestros mejores artistas, tachando a todo aquel que es capaz de ir más allá que su vecino, de soberbio y detestable. Al respecto Pessoa dijo una vez: “para ser tú mismo, nada tuyo exageres u omitas”. Lo cual parece que no puede aplicarse a aquellos que, siendo ellos mismos, destacan por encima de la mayoría en algún campo. Así resulta que el que tiene arte, arte del de verdad, tiene que silenciar ese incontenible orgullo que resulta siempre de un trabajo bien hecho. Porque a ver: ¿creen ustedes que alguien como Beethoven, por poner un ejemplo cualquiera, se sintió en todo momento de su vida un hombre como los demás hombres, que no llegó a pensar, en aquellas ocasiones en que terminaba de perfeccionar una sonata al piano, estar tocado por el reflujo de la gracia divina? Personalmente, y perdonen el pueril atrevimiento, creo que en más de una ocasión tuvo que morderse literalmente la lengua para no salir gritando a la calle aquello de: lo he conseguido: soy inmortal. Ahora igualadme si podéis.