4 jun 2010

Para D. T.

Se ha cumplido, amigo,
en mí la rabia de tu juicio.

Llegó la noche, contigo abrí
las manos a la nada, descubriendo
que nada es imborrable,
que el dios que supusimos ciego,
aguarda en una estancia inmerecida.

No he entrado dócilmente,
por eso sé que dejarías
que hablara contigo hasta que el viento
durmiera sometido a las últimas ciudades.
Dejarías, sí, que un padre indiferente
te besara la frente procelosa
con la sola condición de su castigo.

Mientras, ocultas en tus ojos,
las horas por vivir confundirías
con un terco negar lo impredecible.

Thomas, amigo,
diré también que toda buena noche
conserva la plegaria
que nunca hemos sabido
rezar correctamente.