25 abr 2010

Reino de la soledad

Cualquier ciudad es el reino,
la inmediata arquitectura vacilante
que gobiernan individuos extraviados,
transeúntes que el ocaso
libera de la deuda de su sangre.
De ese modo nos acoge, adormecidos,
cansados de creer en el infierno,
contrariados por el juego
que comprende la violencia de ser nadie.

Anochece. Por las calles se adivina
un nostálgico vestigio de cordura.
Podemos observar eternamente
el espacio indefinido, ese vacío atmosférico
que reemplaza la verdad, y en su lugar
deja la sospecha de que un alma
se rebela con las brisas de la noche.

La costumbre nos obliga a obviarnos
en este barrio de inmigrantes
inocentes o culpables, en esta ciudad
que tantos días nos sorprende
con su ruido acuciante, con sus páginas
de terrible convicción moderna.

Y yo no tengo tus ojos.

Si debo hacerte ver lo que subyace,
la vergüenza más inmunda,
el tiempo deshumanizado de la carne,
quisiera recordarte solo
que el acto de soñar es necesario
porque todos los relojes, los días y los años
nos invitan a negar este momento,
a escondernos donde nadie sepa
por qué somos todavía lo que arde.