24 abr 2010

Celebración




Salgo al alba queriendo festejarme. He pasado la noche en las calles, primero conversando con un buen amigo. Se nos fueron las horas en narraciones que pretendían abarcarnos, a nosotros y a la literatura imposible de concebir que fuimos y que somos. Luego llegué a la casa desde la que escribo, comí algo e intenté dormir. Pero no ha habido forma. Así que he salido con el alba a festejarme como actor, como el poeta que debería ser, como amante de la que vaciló al rechazarme y de aquella otra que no pudo calmar la sed de ser en ella. Queriendo festejarme, me reencontré con aquel que nunca terminé de abandonar a la suerte de su locura. Fue una celebración triste, llena de recovecos vacíos, de solemne entereza. Ah, pero mi tristeza es sosiego, porque es natural y justa.

Si pudiera, al menos, suponer lo que otros sienten, esa emoción que reincide en los que quiero amar y sobre la que solo puedo concentrarme cuando todas las despedidas ya se han consumado como un acto necesario. Pero no es tan sencillo. Yo también debo cantarme a mí mismo. Debo estar en mí y consolarme en todo, sí, pero siempre desde ese recinto sagrado que es la identidad. Puedo interpretar el gesto o la conducta, puedo indagar en la palabra. Pero eso son ensueños, abstracciones que pretenden situar el universo dentro de mi persona.

¿Y en verdad es posible sentiros, amigos, turbadores artistas de lo improbable? Si son todo conjeturas, si al replegarme ante un silencio contencioso solo estoy escenificando una intuición fallida, cuando vuestra conducta era de una claridad amable y creadora: ¿qué más puedo hacer, salvo jugar a redimirnos de toda soledad en el seno proceloso de la soledad misma?

Mas toda celebración solitaria necesita de un desierto. Es ahí donde interviene la necesidad de escribir ciertos poemas. Si no soy capaz de contener unas emociones que están demasiado llenas de mí mismo, debo al menos escribir, dejar constancia de todo esto para que, en vuestro propio recinto, podáis oír el murmullo impensable de mi sangre. Los que escriben no saben guardar para sí lo que hay en lo hondo, no quieren. Si llegáis a reconocerme, aunque sea de un modo difuso, entre las páginas de un libro tan común como cualquier otro, aunque sea en un verso que solo os ataña de un modo sutil que no trataréis de asignarme, habré estado en el mundo el tiempo suficiente como para recoger todas las flores invisibles que debiera arrojar sobre mi propio féretro el día de mi muerte.

Yo, por mi parte, seguiré leyéndoos. Porque esta deuda solo ha de saldarse empleando el tesón  que me distéis con la intención de averiguar lo que somos.