No temo a tanta soledad:
solo al vértigo que despunta cada día
hacia la callada intemperie,
solo, porque no merezco ver las azaleas,
al inquietante arbitrio de la luna.
¿Temerle a los cuerpos que se olvidan,
doblegar al testigo de todos los espejos,
contemplar la desnudez del muérdago,
que crece cada noche
hacia un futuro ya sabido?
Temer a tanta soledad es excesivo.
De extrañarme ante la inmanencia cotidiana
que es mi rostro medido en la sospecha,
habré de esconderme donde el viento
aprende a ser presencia de otros días.
Donde la máscara cubra la miseria
del tedioso espectáculo del tiempo.
Si nada temo,
es porque nunca he estado solo:
me acompañan los árboles que observo,
abriendo sus raíces sempiternas
hacia un jardín que no lamenta mi destino.