23 mar 2010

Elogio de la crítica

I

Algunos se preguntarán por qué determinados escritores hallan un retorcido placer practicando una actitud destructiva a través de su literatura. Yo también me lo pregunto, y sin tener ni la más remota idea de por qué esto es así, creo que más interesante es la cuestión de por qué determinados autores consideran que la literatura ha de ser un recinto forzosamente pacífico. A fin de cuentas, la sangre que pueda derramar el literato airado tiene ese no sé qué de crimen consumado en defensa propia, cuando no de ejercicio estético de una complicidad encomiable.

No obstante, supongo que también habrá quien se sienta tentado de practicar el severo arte de la destrucción contra aquellos que tratan de rebelarse sin más razón que erigir un vasto imperio a imagen y semejanza de sí mismos.

Ante los autores que se ensañan contra aquellos de esa manera, me siento identificado por partida doble, pues puedo considerarme el cómplice que actúa junto a ellos en defensa propia.


II

Pasé muchos años de mi vida tratando de parapetarme tras un velo ilusorio que me idealizara. Supongo que ahora, después de haberme reconocido en el espejo, habrá quien consideré que soy un personaje un tanto extravagante, por no decir torpe o miserable. Pero, gracias a que ese velo ya no me preocupa en absoluto, sus opiniones me son a día de hoy totalmente indiferentes.


III

Resulta extraño ver como determinadas alabanzas nos convierten en dobles mal traídos de nosotros mismos. Viendo que esto es así, creo que es lícito pensar que el elogio ha de ser un arte delicado, sutil y ante todo paciente. A veces hacen falta varios años de una vida para que una persona se dé cuenta sin envanecerse de que, verdaderamente, está haciendo lo mejor para la mayoría de los mortales.


IV

Ciertos escritores —que conste que en esta distinción también me incluyo— venden la piel del lobo antes de haberlo matado. Un lobo que la mayoría de las veces nadie, ni siquiera ellos mismos, ha llegado a ver con claridad.


V

La miré a los ojos sin estar preparado para su respuesta. Ella me convenció sin mediar palabra de que todo estaba ya en su sitio. A lo que yo añadí que no la comprendía, sin decir nada en absoluto. Ciertos sobreentendidos son sutilmente aterradores, pues dan la impresión de que ya todo ha sido dicho; de que el tiempo, ese lenguaje voraz e insuficiente, ha encontrado en nosotros su justa medida para siempre.


VI

Quien no haya redactado nunca un poema aceptable, acaso tienda a considerar que un verso bien escrito vale tanto como una eternidad ante un conmovedor atardecer. Pero puede que para los que dedican buena parte de su vida a ese arte, su mejor poema valga tanto como la gota de lluvia que pretende rebosar el mayor de los océanos.


Pintura: Aida Emart, México.