25 ene 2010

Temer al dolor



He conocido a quienes tratan de vencer su miedo a la crueldad confraternizando con gente de la peor calaña. A quien intenta ser mejor que los demás sin intentar comprender. Entre mis amistades hay gente así, personas incapaces de poner un límite a la ensordecedora voluntad de los demás. No creo que la solución a todo esto pase necesariamente por el enfrentamiento directo contra aquellos indeseables. La cobardía solo es tal cuando no hacemos lo que está en nuestra mano para solucionar un mal determinado. ¿Y cómo concienciar a los crueles para que actúen de un modo distinto al que la vida les ha enseñado, o a obrar de manera contraria a la que podría suponer su propia naturaleza?

Corresponde, llegado el verdadero punto de inflexión en el que debamos actuar como ellos o marcar la diferencia, obrar con cautela. Distanciarse a fin de no ser acusado, ni corrompido. No negaré que admiro a los que se enfrentan a tanta inmundicia, pero el pulso que los héroes le echan a la vida, siempre transcurre en desiguales condiciones. Si nos enfrentamos a un enemigo más débil o, incluso, equiparable a nuestras capacidades, no habrá nada heroico en nuestra lucha. Y puede que ni siquiera se trate de ganarnos el cielo de los valerosos.

Todo consiste en no dañar o, yendo más allá, en tratar de mitigar el dolor de los que sufren. El mal, esa abstracción que tanto se han empeñado en cifrar los filósofos, acaso solo podría definirse como el llevar a cabo un daño más o menos intencionado a quien nunca mereció tal cosa.

No sé si es posible cambiar el mundo, ni siquiera sé si es posible hacer cambiar a una sola persona para convencerla de que llegar a generar dolor físico o espiritual a cualquier otro ser vivo, es tratar, al fin, de evitar un daño que nunca sentiría si, a su vez, el o ella tampoco se obstinase en dar el golpe que lo situara del lado de los más fuertes.

De los que, en definitiva, tratan de ser temidos al punto de no verse nunca doblegados por dolor alguno.