El pasado jueves quince, como cada jueves desde hace casi un mes, asistí a la tertulia que organizan algunos amigos, también escritores, en una tranquila librería-café de La laguna. Como cada jueves, llegué allí con las mejores intenciones que suele permitirme el ánimo, que puedo asegurar que no son pocas. Al comenzar el diálogo solo estábamos dos a la hora convenida. Eran las siete de la tarde. Pese al respeto, un tanto azorado, que pudiera inspirarme este interlocutor —un escritor que tiene poco de ingenuo y mucho de gigante intelectual—, la conversación fue encauzándose poco a poco de un modo que a mí me resultó cuanto menos agradable. Disertamos en un tono tal vez demasiado ligero sobre moral y filosofía, y recalco lo de ligero, porque ya es sabido que lo que está bien y lo que está mal en no pocas ocasiones nos lleva al dogmatismo; actitud que, si bien todos hemos sido proclives a representar en un momento determinado, la larga historia de las ideas se ha encargado de demostrar que no suele traer nada bueno.
Cuando ya había pasado más de una hora, apareció un nuevo tertuliano de nuestro mismo gremio. No voy a comentar nada a favor ni en contra de él para no condicionar el juicio final que me gustaría que emitiera el lector, aunque fuera para sí mismo, sobre lo que estoy relatando. Sí diré que nuestro recién llegado no me inspira ningún temor. Más bien una especie de jovial camaradería. Bien. Resulta que los tres hemos publicado algo de poesía. En un momento dado, aquel con el que había estado charlando desde el principio, bromeó sobre un personaje que mi alegre compañero y yo habíamos conocido unos años atrás, alguien que había querido ejercer de maestro en nuestras balbuceantes lides con la poesía. Tampoco diré el nombre de este último, solo me gustaría repetir de manera aproximada lo que dije con anterioridad, lo que defendí en el momento en que temí que este mismo camarada, primerizo en nuestra tertulia, llegase a sentirse ofendido por mi comentario. Sí, dije que el personaje en cuestión me parecía un farsante de la peor calaña y que se había inventado toda una carrera como poeta para impresionar a los ingenuos o sacar provecho de sus dotes como actor.
Afortunadamente, ninguno de los dos reaccionó mal en el momento de revelar mi verdad. Él afirmó que se sentía orgulloso de haber recibido buena parte de su formación de mano de alguien tan ilustre, y yo me limite a asentir del modo más respetuoso posible. Resumiendo un poco, dijo que aquel maestro de maestros le había enseñado, de un modo que él mismo definió como efectista, a recitar, y puede que hasta a escribir dándole al público exactamente lo que quiere. Dijo, no recuerdo las palabras exactas —sí las ideas—, que el público siempre está esperando algo, una suerte de revelación o qué sé yo, que el poeta tiene que articular de manera espontánea mientras recita, o acaso mientras escribe —no olvidemos esto último—.
Lo siguiente que voy a explicar aquí se refiere a mi experiencia como lector. A riesgo de volver a ser tachado de loco, diré que el sutil suceso al que me remito no creo que haya sido casualidad, aunque en este ejemplo concreto pudiera parecerlo. Hace años que ciertos autores me guiñan el ojo desde su silencio atemporal, llegando incluso a involucrarse en situaciones como la que acabo de relatar. Así, sucedió que al día siguiente encontré este pequeño texto sobre la relación entre Heidegger y el nazismo o, siendo más concretos, entre Heidegger y Hitler.
“El malentendido entre Hitler y Heidegger se debe a su relación absolutamente dispar con el lenguaje. Para Hitler, el lenguaje no representa sino un medio para actuar sobre las almas y las voluntades: sin preocuparse de la verdad, que puede ser diferente, hay que decir lo que surtirá efecto y lo que surtirá el efecto deseado. Desde este punto de vista, la palabra es más eficaz que lo escrito ya que, explica Hitler, "el orador no deja de recibir del seno de la masa misma, durante el curso de su conferencia, las rectificaciones necesarias midiendo por la expresión de los presentes... si la impresión y la acción de sus palabras conducen al fin deseado" [Mein Kampf]. Así, hay que decir una cosa u otra según el efecto producido. Para Heidegger, por el contrario, cuya primera preocupación no es gustar o arrastrar, sino conducir por el camino de la meditación, las palabras y el lenguaje entrañan en sí mismos una relación con el origen, con lo primordial, una lección de verdad. Sabemos con cuánta atención, con cuánto escrúpulo, escruta y analiza las palabras y sabemos también que, para él, la lengua alemana es privilegiada por su afinidad con la lengua griega. La seriedad que para Heidegger tienen las palabras y la verdad hace que constantemente caiga en la trampa de Hitler, quien, por su parte, no toma en serio las palabras ni la verdad.”
MARCEL CONCHE, Heidegger en la tormenta.
Creo que no será necesario decir que alguien con un pésimo sentido del humor se está riendo de nosotros desde la tumba. Al fin se me ha mostrado la definición exacta de lo que no debería ser la poesía.