3 dic 2009

sobre el yo



Ciertas corrientes artísticas de corte trascendentalista defienden, aun hoy día, la pureza espiritual en la idea de un yo verdadero. Este tipo de planteamientos deberían sernos familiares, por afirmar que ciertos aspectos de nuestra identidad están dotados de una sustancia que afirmamos verdadera en oposición a otros aspectos del yo, que, sencillamente, no parecen correspondernos.

Plantear esto quizá no sea solo una cuestión espiritual, casi se diría que es una argumentación de índole estética. Pero lo interesante del caso estribaría en un planteamiento casi opuesto: en la cómoda posibilidad de que no haya faceta alguna más real que ninguna otra que acaso debiéramos superar. Así, podríamos suponer como cierta la creencia que pretende constatar que siempre somos nosotros mismos, sin mayor posibilidad de error, ni otra tentación similar de pérdida.

El único problema es que el citado argumento quizá sea demasiado hermoso para ser cierto. Para afirmar que la totalidad del yo nos pertenece de algún modo como tal, tendríamos, simplemente, que creérnoslo en la misma medida en que a veces podemos considerar más cierta una determinada expresión del yo que cualquier otra que, por poner un ejemplo, nos parezca menos hermosa por el motivo que sea.

La cuestión es que para creer firmemente en algo, nuestra psique exige que haya alguna premisa opuesta a definir como falsa, en contra de la cual apoyaríamos nuestro concepto de verdad. Este tipo de conflicto filosófico está a la orden del día, y creo que a nadie le será del todo desconocido tal planteamiento dialéctico.

De ese modo, el considerar que todo cuanto somos es, tanto en nosotros mismos como en nuestros semejantes, igualmente verdadero, podría llevarnos, paradójicamente, a la creencia inversa, la cual consistiría, después de darnos cuenta de que no hay argumento contrario frente al que definir esa identidad absoluta, en la negación total del ser, con la única intención de mantener en pie tal categoría absoluta del yo.

Si todo lo que somos es igualmente verdadero, también podremos afirmar que nunca estuvimos presentes en la suma total de nuestros actos, ya que en caso de ser cierta la primera afirmación, el yo sería una unidad tan evidente en nuestras vidas, que pasaría completamente desapercibida toda expresión genuina de la misma. Algo así podría parecer cierto mientras obviáramos el hecho de que no todo en el cosmos de lo humano parece ser igualmente válido.

Al menos, no en la medida en que ciertas actitudes pueden ser superadas por nuestra propia capacidad evolutiva.

Añadir, para terminar, que el yo verdadero es solo una concepción interior y, por tanto, es propia de aquellos que de algún modo pretenden perfeccionarse en la dirección que consideran más cierta frente a un mundo, el nuestro, cada vez más hueco y más confuso en sus apreciaciones cotidianas sobre lo que somos.