20 nov 2009

Imaginario de la bondad



Mantener una actitud moral coherente, ser lo que se dice “bueno”, entraña desde hace mucho tiempo en esta sociedad el mantener también un delicado equilibrio con las circunstancias para que a uno no lo tachen de tonto.

La relación entre estas dos cualidades puede parecer arbitraria, pero algo nos dice que no es del todo así. El que se considera bueno, se considera, muchas veces, bueno por naturaleza. Y quien se considera bueno por naturaleza, no puede evitar pensar que sus semejantes también lo son… pero es ahí donde la cosa flaquea.

Que al nacer todos seamos inocentes, no quitará para que, de un modo que a algunos se les antojará “antinatural”, haya quien se corrompa poco a poco, aunque solo sea por deseo de no parecer alelado bajo ese ansia de sumisión e insignificancia que parece perseguir al verdadero moralista. No olvidemos que el ángel caído fue considerado un rebelde por los románticos, o que para Baudelaire, poeta maldito donde los haya, lo artificial y la belleza irían siempre de la mano en este mundo tan moderno que nos ha tocado vivir.

Acaso no entiendan los más cándidos que todo lo que nos debemos los unos a los otros es el respeto necesario para no hacernos daño, lo cual al final se traduce en una suerte de indiferencia ante el mundo que nos rodea.

Ah… pero entonces interviene mágicamente el afecto.

He ahí la única bondad verdadera, la única energía moral que puede contener el mundo. Solo amando es posible pasar de un indiferente respeto, a un solidario enternecimiento que nos involucre en el dolor de otro. Porque al final, el bien tampoco consiste en dejar hacer. Yo casi diría que se trata de no dejar sufrir a nadie, y menos aún a quien nos haya tocado la fortuna o la desgracia de amar obstinadamente.

Esto, que puede parecer una lección filosófica digna de un profesor de primaria, no es tan simple cuando se trata de impedir que alguien trate de autodestruirse. Y no hablemos del fastidioso y repetitivo caso que se da cuando alguien a quien amamos intenta destruirnos a nosotros, pobres salvadores, cándidos actores del deber.

Ante estas dos situaciones que he mencionado, creo yo que solo cabe un difícil movimiento: comprender profundamente las motivaciones de ambos males, que es casi lo mismo que buscar una justificación para tolerar todo lo que no nos parezca correcto en la persona amada o, por qué no, en quienes despreciamos profundamente.

Comprender es la única manera de estar en paz, de no sufrir por otro y, tal vez, de no dejar que el otro a quien amamos nos haga ningún daño. Quien puede comprender la maldad, esto es, justificarla de un modo racional, es prácticamente inmune, si no al daño, sí al rencor y al impulso de venganza, que vienen a ser el eco más sórdido de la crueldad humana.

Así, llegar a comprender que en verdad puede haber algo pernicioso en el solo hecho de aprender a ser hombre, podría ser el primer paso hacia una bondad más inteligente que la que predican aquellos que obvian que, sin un convencimiento moral del todo realista, acaso no podremos amar ni ser amados hasta la expiación.