No se cansan los astros de dar luz,
ni desiste el cielo de albergar la mañana.
Mas la existencia del amor,
la difícil luz que le nace a dos almas
cuando se enfrentan al morir cotidiano,
no brilla por si sola.
Primero han de encontrarse dos cuerpos.
Y esos cuerpos
no pueden desnudarse de sí mismos:
es lo más difícil.
Porque los cuerpos cantan,
motivan caricias,
se elevan si la noche es clara;
pero no saben existir sin buscarse,
apenas saben amar la soledad.
Por ello tratan siempre de alejarse,
de ocultarse en las duras tareas
que precisan el azar o la muerte.
O de mostrar la prueba más certera
de que es real lo que sienten:
su alma.
Dos cuerpos, por sí solos,
no comprenden que el alma
es la tibia desnudez
a la que no puede llegar el cuerpo.
Pero a fuerza de buscarse
mucho más allá del frío,
hay cuerpos que hallan un último amor.
Y cuerpos que rozan la muerte
con la emoción que los hace mostrarse
como aquello que finalmente son:
el refugio de un sueño infinito,
aun sin una vaga razón que los salve.