21 oct 2009

Leer el fuego entrelíneas




I

Las ideas que los más inteligentes obvian en sus conversaciones, sus libros o sus discursos, son el ruido cifrado de la angustia del individuo corriente. Se me ocurre que robar el fuego de esas gentes privilegiadas podría entrañar un difícil problema para todos: el de arder durante toda una vida, en las vertiginosas llamas del conocimiento subjetivo.


II

Cada vez más a menudo, observo a determinadas personas por mi barrio, personas que parecen haber perdido toda fe en la vida, en la belleza… En cualquier cosa que les haga suponer que la felicidad existe.

En sus rostros se adivina una realidad vulgar, un mundo sin más horizonte que el presente. Acaso me equivoque, pero casi juraría que son ellos, y no yo —ni ningún otro con aspiraciones a sabio—, los que han llegado a comprender algo sobre la triste naturaleza de la existencia.


III

Era ya de noche, y soplaba un asqueroso aire caliente. La única forma de seguir creyendo en la realidad era soñar con la secreta inocencia de fríos parajes invernales. Pero no me dormí. Al final comprendí que la realidad no necesita que creamos en ella para seguir siendo igualmente desagradable.


IV


Hay miles de formas de arder. La más coherente quizás sea la de obstinarse demasiado en ser uno mismo.


V

Pensándolo bien, creo que no debería publicar un solo libro. ¿Qué es lo mejor que puede llegar a pasarme? ¿Que mis ideas sean cosa de todos? ¿Que la gente venga a discutirme lo que sé y, acaso, también lo que soy? No es que me desagraden esas cosas, pero no me fío de los que dicen comprenderme mejor que yo mismo, aunque tal cosa no sea en verdad difícil.