23 oct 2009

De la A a la Z

(Otra vez me tomo la licencia de publicar algo demasiado real. Es un breve fragmento de mi propia vida, la página del diario de alguien que sólo necesitaba desahogarse. Mala literatura, supongo. Sé que acaso los pocos lectores fieles que tengo no me lo perdonen. Pero como tantos otros blogers, hoy tengo la necesidad de publicar una entrada de este tipo, quizás porque necesite un poco de vuestra complicidad con esta historia, una de esas señales que a veces llegan en forma de feliz comentario. Me gustaría que de ser así, la intención fuera la de ser objetivo hasta donde lo permita el juicio de cada cual.)




Empiezo a sospechar que mi estupidez no tiene límites. ¿Cómo puedo haberme considerado amigo de una serie de personas que me ven como algo accesorio en sus vidas? ¿Cómo puedo desear la compañía de gente que me ve como alguien que no soy?

Hoy he discutido con alguien, una mujer a quien aquí llamaremos A. Todavía no me puedo creer lo que le he dicho yo a A y lo que me ha dicho ella. He intentado explicarle lo de Z, el animal que me partió la cara hace cosa de dos años. He intentado decirle de un modo coherente, y no he podido, que su actitud, que la actitud de todos los que nos conocen a los dos me da asco. No lo ha entendido. Ante el ejemplo más claro que he podido plantearle, que venía a suponer que si alguien, pongamos por ejemplo a cualquier amigo común, la golpeara de tal modo que ella terminara en el hospital preguntando si tenía algo roto, ante ese ejemplo, yo, personalmente, le negaría el saludo al indeseable en cuestión, a él y a toda su familia. La respuesta de A me ha dolido más de lo que esperaba, “yo no sé lo que pasó, cada uno tiene una versión. Además, me parece algo tan triste que allá se las entiendan”. Vale… pero al menos podría ahorrarse lo de ponerse a hablar con él como si nada delante mía, ¿no? Lo cierto es que no he podido terminar la conversación. No es que me diera por pensar que no tengo la razón. Sé perfectamente que la tengo. Podemos hablar de relativismo moral y de lo que A quiera, pero yo sé que la tengo. Lo que en verdad me impidió seguir hablando un segundo más con ella fue la sensación de estar arrastrándome, de estar perdiendo la dignidad al tener que exigir un gesto que me parece que, en cualquier otra situación social, surgiría de un modo natural, incluso ante alguien que hubiera golpeado brutalmente a un pobre diablo que no fuera amigo de nadie.

Ahora todo el mundo puede decir que no tenía claro lo que pasó o, como siempre, no decir nada, pero, si en verdad somos todos amigos: ¿por qué nadie me preguntó a mí mi versión de los hechos? A mí, precisamente, que fui el que recibió todos los golpes.