20 oct 2009

Bajo la extraña sombra del mal

I

El mal es quizás la forma más terrible de poder, y acaso por eso mismo podría ser la más seductora. Toda culpa exige de un dominio pleno de nuestros actos y de lo que somos. Si el arrepentimiento no llega para el violento, el asesino o el injusto ladrón que roba a quien poco o nada tiene; su lugar en el mundo no dependerá en absoluto del resto y, así, no se disolvería jamás su voluntad en la voluntad social de los millares de individuos que sólo pueden dejarse llevar por sus semejantes.

El criminal o el perverso son, en estos términos, extraños con la dudosa capacidad moral de bastarse a sí mismos.


II

En mi humilde opinión, nada ha hecho tanto daño al pensamiento moderno como el hecho de no distinguir correctamente entre pensamiento amoral y conducta inmoral. Un pensamiento amoral, incluso un acto de la misma índole, estaría más allá de todo juicio ético de su época, más allá, también, de la misma naturaleza que nos impulsa a juzgar un determinado suceso.

Si un padre, en un primer arrebato ciego, mata a los que han violado y torturado a la que un día fue carne de su carne: ¿podríamos emitir un juicio al respecto con la total seguridad de no equivocarnos? Incluso conociendo perfectamente la realidad de los hechos, ¿podríamos decidir si lo que ha hecho entra dentro de las, supongamos matizadas, categorías del bien o del mal?


III


Es posible que quien se sienta culpable por lo que le hayan obligado a hacer desde la inconsciencia, esté tratando, equivocadamente, de ser parte de algún modo del raciocinio moral de aquellos que se aprovecharon de una feliz ingenuidad.

Tan triste es la maldad, que la culpa, esa infeliz nostalgia de una lejana inocencia, se puede contagiar también a cualquier víctima que ya no sepa cómo creer en la justicias.