8 sept 2009

Con los ojos abiertos (el mal menor)

Este triste equilibrio
que a duras penas mantengo con el mundo,
sólo ha de sostenerse si cada día regreso
a la templada conciencia
de mi propio vacío moral,
signo del vital juego sombrío
que estos años de escepticismo
asientan, lenta y fácilmente,
en el oscuro interior de cada uno.

Y no consiente la balanza de mis semejantes
que ninguno de nosotros sea hoy distinto al resto.

Cada día renunciamos a ser únicos,
olvidamos nuestra humana forma de dolernos,
hasta que el común vacío de la indiferencia
nos iguala en todo en cualquier parte,
y casi para siempre somos alguien que no ha sido.

Pero hubo un tiempo en que las calles
eran escenario de altos soles vagabundos,
de amigos inocentes que jugaban
al más terrible de los juegos futuros:
aquel que pierde siempre el que más sufre
a fuerza de no entender lo que ha perdido.

¿Y qué hacer con esta memoria dividida
entre la alegría y la sombra, qué hacer
con la palabra que trata todavía de vengarse
de todo cuanto no hayamos comprendido?

No quiero olvidar. Por eso mismo escribo
sin tratar de claudicar ante el rencor
ni ante la humillada conciencia de mi propio vacío.

Es ese el triste equilibrio que persigo.
Y aún está en manos de cualquiera
negarlo desesperadamente
o tratar al fin de compartirlo.